martes, 9 de junio de 2020

CUENTO



                                                 Érase una vez en Porotillo

Le volví a pedir y nada. No quería ir ni por arriba ni por abajo. Solo se angustiaba. Lo llevé al fondo del patio, a tras del horno de barro, junto a la cerca de árboles que daba al barranco del río; necesitaba estar lejos del oído de la dueña de casa y sus críos, me urgía explicarle afectivamente lo fácil que era ser explorador en maniobras, que el riesgo sería mínimo y no sufriría otra golpiza, que era su gran temor. Con mi mano en su hombro, palmeándolo, le sugerí caminar a quinientos metros y detenerse en cada recodo de la carretera para ser visto por la avanzada de la columna. No hubo justificación que valga, no quiso, definitivamente. Cuando le exigí ajustarse las botas, la correa, el suspender y cargar la mochila, lo hizo de tan mala gana, que de broma lo amenace con devolverlo a Patiño; la respuesta fue contundente: primero me lanzo al río. El recluta solo quería estar a mi lado, la emboscada en Galayacu lo asustó tanto que no quería ni oír de la siguiente que no demoraba en caernos encima.

Armados y equipados para seguir, luego de los abrazos y agradecimientos a la señora por el agua, los dulces y el pan de maíz; cerrando el portón, le rogué de nuevo explorar, ofreciéndole ir a cien metros. Ya no contestó y al borde de las lágrimas, se quedó quieto, bajó la cabeza, estiró el labio inferior. Al margen de la maltrecha carreta y cuando la tropa venía ya a menos de cien metros, lo tuve que increpar ferozmente: pórtese como hombre, carajo; en el ejército no puede haber gente cobarde. Muy a mi pesar tuve que hablarle así, diría más bien gritarle como varón, porque la flojera del muchacho era desesperante.

-          Ves ese árbol, a poco hay una casa abandonada, en esa hondonada está Porotillo, donde hay una plazoleta cívica en la que se levanta el monumento nacional en memoria del combate victorioso de 1941, es uno de los símbolos más sagrados de nuestra la historia – le señalé con rabia, empujándolo a mirar en dirección de mi dedo. – Con toda seguridad, en ese lugar nos hacen la próxima emboscada, pero si uno llega hasta esa casa vieja y otro, por arriba trepa sobre ese peñasco y alcanza a ubicarse detrás de esas enormes piedras blancas; entonces hacemos una tenaza y ante nuestra presencia, se van a retirar viéndose acechados y delatados. Solo así lograremos que nuestra Compañía avance sin sufrir otro ataque como el de ayer – terminé hablando para mí mismo, porque en realidad el jovenzuelo lloraba disimuladamente.
                
Al trote fui al encuentro del personal de mando para dar parte de la situación, aunque en realidad trataba de proteger a mi camarada de misión, como para pedir otro acompañante, argumentando que Juan debía ir a la retaguardia en calidad de herido.  

-          Tiene golpes en la cabeza que le nublan la vista y no puede caminar rápido por sus testículos hinchados, mi capitán – le mentí al oficial, que tenía fama de comprensivo.
-          ¿Qué pasó con él? – solicitó intrigado el militar, mirándolo a cincuenta metros.
-           La patrulla del cabo Patiño lo capturó en Galayacu, mi capitán – le apostillé, al tiempo que solicité permiso para retirarme.

El capitán, era un mestizo norteño con fisonomía de basquetbolista, muy sociable pero estricto; me ordenó acércame, llamó al sargento Loayza y al teniente García. A su pedido, argumenté que la patrulla enemiga se escondía en la quebrada de Porotillo y muy probablemente dentro de la misma huerta de cacao donde está el monumento nacional. Insistí en mi plan original: un explorador va por la carretera hasta la casa vieja, ahí cerca del recodo donde sobresale un árbol de porotillo; un segundo explorador llega por arriba de esas enormes piedras blancas, sigue en sentido noreste hasta alcanzar la parte alta de la quebrada de Porotillo y desde ahí baja para atenazarlos. Como observé que el sargento mostró su desconfianza hacia mi plan, breve ensaye un relato topográfico de las características del cañón de Uzhcurrumi, de las lomas empinadas y peñones que van directo a las aguas del río Jubones; les insistí en que estábamos atrapados en una vía suspendida a mitad de un desfiladero y al final de un horrible estrecho que dejaba solo dos opciones: regresar o avanzar.

Como la decisión del comando fue enviar una patrulla por arriba y solo dos hombres hasta la casa vieja, mientras el grueso de la soldadesca debía descansar esperando órdenes; pedí permiso para ver a Juan que ya no estaba donde lo dejé; el capitán no solo negó mi pedido, me ordenó una misión especial.

Ahí mismo, el cabo Balcázar y el soldado Olden Cabezas doblaron a lo largo la bandera nacional y me la chantaron a la bandolera. El teniente García me entregó tres cartuchos de fogueo y exigió que los cargue delante de todos en la cartuchera de mi fusil. Conscripto, de usted depende que merendemos en Carabota a las siete de la noche, me encaró afectivamente el capitán sonriente y palmeando mi espalda; pero volvió a recordarme ahora en voz baja, contando con sus dedos, esa orden que ya la tenía memorizada: iza la bandera en la plazoleta cívica, un disparo. Sale y cuando cruce el puentecito de la quebrada, el segundo disparo. Y al llegar a la piedra grade del recodo, el tercer disparo.

-          Su orden, mi capitán – contesté, cuadrándome con un golpe fortísimo de mis talones, dando media vuelta.

Corrí al portón de la casa campesina para informar rápidamente a Juan del permiso concedido para que vaya a la retaguardia en calidad de herido. Creí encontrarlo dentro, cerca, en el alar de la casa; sin embargo, no vi a nadie, solo el perro colorado y flaco ladraba desesperadamente mirando al fondo del patio. Tuve un mal presentimiento entorno a la señora y los niños. Mientras cruzaba la casa, escuché el llanto de los infantes y los gritos de la señora. Junto al horno de barro la mochila tirada, el fusil y el casco arrojados al azar. Cuando la señora me vio, apuntó con su dedo índice hacia el barranco, dirigiendo mi carrera. Indeciso asomé el busto sobre la cerca de porotillos al filo del empinado peñasco, mientras a mi lado la señora repetía con insistencia: se lanzó ahorita, ¡a la carrera! Cuando vi el cuerpo mecerse de buces al vaivén del río espumoso, levanté mi fusil y lancé en ráfaga los tres disparos.                                           
                 
Francisco Celi Encarnación
Octubre 2008

sábado, 30 de mayo de 2020

IRÉ A VERTE LUEGO


Iré a visitarte luego
Guarda mi ser la promesa
para visitarte luego,
sin vanidad, ni más ego:
si voy con mi vida ilesa;
o, si herida en la tristeza.
Iré raudo al camposanto
para honrar en mi quebranto,
no haber ido acompañar
ni en tu partida cantar,
un buen réquiem sacrosanto.

Vino el miasma contagioso,
con esa malvada parca
bogando terrible barca,
a destino misterioso,
tan impío y doloroso.
Iré mis penas llevando
al osario que está dando,
paz en la tumba sagrada,
a la existencia truncada,
por la que estamos penando.

                                                                                                             27/05/2020
                                                                                                     Francisco Celi Encarnación